A Francesca Díaz
En cierta ocasión, en una clase sobre crítica literaria, el profesor hizo una afirmación que aún hoy, luego de tantos años, sigue resonando en mi mente.
Rechoncho, sin cuello, exhalando con dificultad cada palabra, el profesor dijo esta vez en un único soplo de aire y con voz chillona: “No hay que perder el tiempo con obras menores. Solo debemos estudiar obras valiosas”. En ese instante los estudiantes nos miramos -algunos incrédulos, otros con satisfacción- y no tuvimos más alternativa que guardar silencio pues el profesor tenía por costumbre hablar sin permitir que lo “interrumpieran”.
En el receso, ya con un café en la mano, tuvimos nuestra propia clase para discutir acerca de aquella incómoda sentencia. Los argumentos iban y venían con libertad, remojados en las tazas de café (por eso pienso que el cafetín es un lugar fundamental de las universidades, pero ese es otro tema), y minuto tras minuto la conversación se hacía cada vez más animada y vigorosa.
“¿Cómo voy a saber si una obra es valiosa si antes no la estudio?”, dijo Luis, perturbado por el comentario del profesor, pues su tema de tesis era acerca de un ignorado e inédito cuentista de San Felipe, su pueblo de origen.
“Para saber si una obra es valiosa basta con revisar la tradición. Si de ella hablan en las historias o en los estudios literarios, entonces vale la pena estudiarla”, disparó Miguel con la esperanza de quitarse de encima nuestras constantes burlas por querer estudiar a Neruda y a Mario Benedetti.
“Pero eso sería llover sobre mojado. Si seguimos ese consejo entonces nunca podremos trabajar sobre la literatura que se escribe hoy día o sobre las obras que no fueron comprendidas en su momento”, despachó Irene antes de levantarnos para regresar a clases…
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¿Dónde reside el valor de una obra literaria? ¿Qué nos hace decir que un libro es “menor” o “valioso”? Estas no son preguntas baladíes.
Tradicionalmente se han valorado las obras por lo que cuentan y por cómo cuentan, por su contenido y forma, es decir, por la obra en sí. Si las obras se apegan a las normas y criterios del género, en ese caso serán juzgadas positivamente. Si las obras no se aproximan a los niveles de un modelo ideal, entonces serán ignoradas, incomprendidas, olvidadas. Quienes dictaminan el valor de una obra según la disposición de su relojería interna, afirman que una “buena” novela, un “buen” poema, se reconoce en la medida en que sus hilos narrativos, la profundidad de sus personajes, los recursos estilísticos y el equilibrio entre palabras, imágenes e ideas se correspondan con las preceptivas o poéticas del momento.
Por otro lado hay quienes piensan que el que un libro sea bueno o malo depende del gusto de cada lector. Dicen que no existe libro bueno o malo per se, sino que la valoración, que es subjetiva, parte de cada individuo, y poco importa si la obra cumple o no con algunos criterios estéticos mínimos establecidos por otros. Quienes ponen el énfasis del valor en el lector afirman que cada uno forma su biblioteca personal a pulso con sus manías y gustos, y que la libertad de elección está por encima de todo. Visto así, toda obra es buena porque siempre encontrará a algún lector con el nivel de comprensión adecuado.
El tercer lugar donde reside el valor de la literatura se ubica en el espacio que se crea entre la obra y el lector. Si el primero (la obra) podría considerarse como un valor objetivo, y el segundo (el lector) como subjetivo, este tercer lugar (la sociedad) podría pensarse como un valor intersubjetivo que se forma de una amplia y a veces invisible red de instituciones y prácticas que posibilitan el juicio. Las escuelas, las universidades, los medios de comunicación, la mercadotecnia de las librerías y las editoriales, los concursos, los críticos, el prestigio o no que otorga el que te vean leyendo o hablando de alguna determinada obra, los intereses, y un largo etcétera, construyen y guían el gusto individual, así como nuestras creencias y prejuicios.
Sí, podemos decir que un libro es malo, pero no debemos dejar de preguntarnos cuál de las tres aristas (obra, lector, sociedad) predomina en nuestro juicio. La labor del crítico es tener siempre consciencia de este trípode sobre el cual descansa el valor.
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Mientras caminábamos hacia el salón de clases, Luis hojeaba un libro de ensayos que recientemente había publicado nuestro profesor y, con los ojos desmesuradamente abiertos por el asombro, nos dijo: “¡No puede ser! Miren: el profesor dedicó todo un capítulo para hacer una crítica elogiosa a mi cuentista de San Felipe”.
Ya en clases, veíamos al profesor gesticular, sin oír en realidad lo que decía, pues solo teníamos en mente aquel inquietante descubrimiento que nos hacía querer regresar al cafetín para seguir con nuestra discusión.
Otras páginas:
-La polémica del “Rómulo Gallegos”: El Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, que se otorgó por vez primera en 1967 a Mario Vargas Llosa y que al día de hoy ha premiado en total a diecinueve autores, ha tenido en las últimas semanas un acalorado debate acerca de su legitimidad. Muchas han sido las declaraciones de escritores, periodistas, investigadores sobre este caso. Yo no tengo dudas al respecto: sí se ha desprestigiado el premio, otorgando en los últimos años el galardón a obras de dudosa calidad y solo a escritores ideológicamente afines con la dictadura. El participar y aceptar el “Rómulo Gallegos” se ha convertido en una prueba ética para el escritor de hoy.
-De los lectores será el cielo: “Cuando llegue el Día del Juicio y la gente, grande y pequeña, llegue desfilando para recibir sus recompensas celestiales, el Todopoderoso posará su mirada sobre las simples ratas de biblioteca y le dirá a Pedro: “Mira, ellos no necesitan ninguna recompensa. No tenemos nada que ofrecerles. Han amado la lectura”“. Virginia Woolf.