El ritmo elegido para nuestras vidas nos impone su marca diaria y silenciosa: nos cuesta lo simple. La sencillez la convertimos en madeja, maraña, dificultad forzada. Vivimos a la espera de grandes acontecimientos, pero sólo nos llegan los pequeños. Despreciamos el jardín, porque deseamos un bosque, una montaña. Carecemos de esperanzas, gracias al afán por sucesos extraordinarios. Éstas han sido desplazadas por los deseos del PERO. Hemos convertido la disyunción en una religión. Nada nos alivia, nada nos indica horizontes, nada nos siembra más humanidad, nada nutre nuestra lentitud. Al contrario, nos animalizamos a fuerza de un desaforado inconformismo; una insaciable hambre de contundencias; una sequía de asombros; una anemia de lentitud. Nos ocurre la bendición, el milagro, lo maravilloso; pero no es lo que deseamos. ¿Y qué es lo que deseamos? No lo sabemos. Sólo decimos: Queremos más. Y esto es la religión del suicidio, el culto del PERO, el pesimismo como forjador del carácter y palanca del quehacer cotidiano. Es la voz de la negadora, oscura y enferma insatisfacción.
Suelo atender los semblantes de quienes aman dar los buenos días, las buenas tardes y las buenas noches. Así como los de quienes odian o detestan darlos y darlas. Intuimos cómo son estas o aquellas personas por la forma nos reciben. Y no estamos hablando de la timidez, sino de actitudes educadas, aprendidas y elegidas para estar y encontrarse en el mundo. Son cuerpos que han elegido el desencuentro, el mutismo, la invisibilización del semejante y el distinto. Su hola es un saludo muerto, frío, sin gracia, dotado de imposibilidad de alumbrar el día, la tarde o la noche. Sabemos cuánto sana y salva un saludo. Es una llave que abre la casa de la salud. Es una silla donde se sienta y reposa el cansado. Es una ventana donde alguien recibe la bendición secreta de la vida. Quien saluda se limpia y limpia a los demás.
En una casa o apartamento donde es costumbre no saludarse sabemos el tipo de vida social, espiritual y emocional que gobierna cada uno de sus rincones. Allí reina el grito, la burla, el descuido, el abandono, el uso violento, el egoísmo ciego. Allí el resguardo es arrasado por la indiferencia, la envidia y los celos. El silencio estorba y el ruido es asumido como conversación. Las personas salen y entran; entran y salen. Los sentidos están suspendidos, censurados, gracias al mundo cerrado de cada uno. Es una casa de habitaciones cerradas. Desayunan, almuerzan o cenan sin verse ni escucharse. Oran para no ser sentidos, percibidos. Cada uno defiende el mundo donde eligió vivir. No son personas, sino la apología de un ser virtual. Y hemos visto que los hologramas no le desean salud a nadie, que es lo que significa el saludo.
Algo distinto ocurre cuando alguien que jamás hemos visto entra en el ascensor, o por alguna acera, te mira y te da los bueno días, o las buenas tardes, o las buenas noches. Tu tiempo se convierte en una lenta respiración, donde el dolor de vivir contiene también la alegría de necesitar de y a los demás. Te vas convirtiendo en un ser de encuentros, en un parque donde se ve y oyen las promesas de hombres y mujeres. De allá vienen las dictaduras. De acá, las democracias.