viernes, 7 febrero 2025
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Andrés Bello en busca del tiempo perdido

La memoria es una casa de muchas puertas y cualquier olor, sonido o sabor sirven de llave a lo que creemos ya en el olvido.

@diegorojasajmad

Al hablar de Marcel Proust (1871-1922) y su monumental En busca del tiempo perdido, parece inevitable hacer referencia, cual lugar común, al episodio del té y la magdalena.

Recordémoslo.

Al final de la sección “Uno”, de la primera parte de Por el camino de Swann (1913) -la que inicia la serie de siete novelas que conforman la extraordinaria obra de Proust-, el protagonista recibe una taza de té y una magdalena, una suerte de bizcocho o galleta en forma de concha de caracol. Al morder un trozo de la magdalena empapada en el té, de súbito los recuerdos de la infancia le nublan la visión y la mente:

“Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tilo, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y todo se va desagregando! […]. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más, persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo”.

Andrés Bello (1781-1865) también tuvo su propia experiencia de “efecto magdalena” y esta quedó registrada en su epistolario.

En 1864, cuando contaba con 82 años y vivía en Santiago de Chile, recibió una carta de su coterráneo Antonio Leocadio Guzmán. La misiva venía acompañada de algunos obsequios. En su respuesta, Bello se refirió particularmente acerca de uno de esos presentes:

“Entre aquellas muestras vino una que me fue particularmente agradable; un saco de café de la hacienda del Helechal, que durante algunos años fue propiedad mía y de mis hermanos, y en la guerra de la independencia pasó a otros dueños”.

Andrés Bello tenía ya más de cincuenta años de haber salido de Venezuela y no había podido regresar, aunque siempre tenía las imágenes de su país fermentando nostalgia en su mente.

Luego de redactar ese párrafo (me gusta creer que con una humeante taza de aquel café en sus manos), inmediatamente el recuerdo tomó las riendas de su razón y, con la emoción desbordada, escribió seguidamente, en la misma carta:

“Siempre que tomaba una taza de aquel exquisito café, me parecía que se renovaban en mí las impresiones y la perfumada atmósfera en que se produce, enlazadas con las pequeñas aventuras de la época más feliz de mi vida. Esta curiosa coincidencia fue para mí el asidero de emociones profundas, enlazadas con sucesos de la época más feliz y más crítica de mi vida”.

Al rato, Bello tachó y eliminó este nuevo párrafo. Imagino que la razón y la mesura volvieron a él y, enjugándose las lágrimas, prefirió la discreción y el recato a la confesión de sus felices años de infancia y juventud en Venezuela.

Bello murió un año después y nunca pudo cumplir su sueño de volver a su terruño. La memoria es una casa de abundantes puertas y cualquier olor, sonido o sabor sirven de llave a lo que creemos ya en el olvido. Bello y Proust supieron describir esto a la perfección.