jueves, 13 febrero 2025
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Alcantarillas: la herida abierta de aquel emporio

Hay que tener sangre en las venas para asumir que la transformación de Guayana no provendrá de exclusivas reflexiones e iluminadas estrategias carentes de sensibilidad frente al horror de la vida de la gente. | Foto William Urdaneta

@ottojansen

Las empresas básicas se detuvieron y desaparecieron de la narrativa cotidiana de las comunidades, a donde llegaban los “chorizos” de autobuses, antes o después de cada turno laboral. Cuando en el estado Bolívar se escuchaba en radio, TV, o se veía en los medios escritos el discurso de: “Guayana la alternativa no petrolera”, sus habitantes podían no tener dominio del planteamiento de desarrollo propuesto, pero sabían que esas unidades de transportes que abarcaban la geografía regional, encarnaban el objetivo. Era la industria o eran las ciudades donde las denuncias o reportajes en los medios de comunicación exhortaban a los gobernantes a ocuparse, aunque no lo cumplieran, de las avenidas, de las tarifas o rutas del transporte, del agua, la electricidad o de la construcción de viviendas.

El charco de la politiquería, la miopía y la falta de consistencia democrática de los factores protagonistas del patio guayanés, muchos sumergidos en corruptelas que se antojaban inalcanzables, proporcionó el piso de llegada, como sabemos, a los socialistas vengadores y estos, a la par que se apropiaron durante los primeros años del mensaje de la alternativa no petrolera, convirtieron la corrupción en proyecto faraónico y diverso, donde compraron conciencias hasta mas no poder; pulverizando la prosperidad de una región con índices de potencial crecimiento. Así llegamos al drama de los submundos mineros de ahora, a la propagación de los “peroleros”; a los contingentes de hombres y mujeres alimentándose de los promontorios de basura y el millón de zamuros que revolotean nuestras ciudades. Panorama cuyos hechos lacerantes de la indigencia no parecen sorprender con ningún percance asociado al hambre o la necesidad.

Cuando toca mirar con detenimiento la vida de nuestras comunidades, van apareciendo las pesadillas de las familias desintegradas por la migración: esas que huyen caminando miles de kilómetros por la frontera brasileña. Esa infancia que además de cargar agua en tobos, debe refugiarse temprano en los ranchos cuando presienten los enfrentamientos de los azotes que controlan las barriadas. Son esas madres que se quedaron cuidando los sobrinos o los nietos de las mamás que ahora sufren contagios del coronavirus fuera de su patria, pero que buscan enviar algún dinero a los parientes aquí. Los jóvenes que van perdiendo la salud física y mental buscando la comida en los desperdicios. Este es el semblante generalizado: un enorme peso en el espíritu colectivo de Ciudad Guayana que no se refleja en las caóticas estadísticas de la crisis humanitaria y que no tiene presencia ni en el gastado discurso antiimperialista revolucionario ni en las operaciones políticas electoralistas de una oposición mecánica y sin olfato social.

De allí la herida abierta para el municipio Caroní y para el estado Bolívar con el suceso del vecino muerto y el joven atrapado en las honduras de unas alcantarillas, que ejercían su “empresa” entre las aguas negras. Por eso no tienen atención de esta metrópolis las propuestas económicas de los empresarios, el bostezo de las estructuras ruinosas del otrora holding CVG y claro, tampoco, del casi inexistente movimiento de los trabajadores que por esta fecha intenta decir algo el primero de mayo.

¡Dios es grande!

Es un plan orgánico completo, con sentido de sustentabilidad para el rescate de Guayana al orden constitucional y a la senda del desarrollo económico, el punto a atender. Es el requerimiento para echar al cesto de la historia, la desintegración que vivimos en la región. Para ello, los protagonistas en conjunto con la población que sufre y resiste han de aglutinarse en un amplio espectro en lo que es ahora la composición social y étnica del estado Bolívar. Destacar el protagonismo de las generaciones actuales con la visión del tiempo presente. Un plan que ha de estar imbuido de parámetros de ética, conocimiento, condición civilista y moral que no ha sido requisito en otros momentos para los modelos de desarrollo propuestos. No se trata, por lo tanto, de las acrobacias, los planes políticos que vemos precisamente por estos días en nuestro entorno: esos que son capaces de estirarse como plastilinas, conviviendo con la pudrición nacional en aras del realismo político. De eso todos estamos hastiados.

La red de alcantarillas de Ciudad Guayana, que no han explotado como ha ocurrido en Ciudad Bolívar o que son ramales incompletos en otras poblaciones como Caicara o Upata, y que sencillamente no existen tan extendidas en el resto de los municipios, es una fea y dolorosa muestra de la involución de los órganos de la representación popular (que pretende ser un mecanismo de uso simbólico en las tropelías del régimen revolucionario). Nunca el alcalde de Caroní (ni gobernador, concejales o legisladores locales) mostró disposición a ejercer sus funciones con la tragedia de la alcantarilla. De este modo los guayaneses, cuyas almas las retuerce la soledad, deben conformarse con mirar la frialdad de las cifras de la miseria en los restos del otrora emporio industrial. Definitivamente hay que tener sangre en las venas para asumir sin ambages que la transformación de Guayana no provendrá de exclusivas reflexiones e iluminadas estrategias, carentes de sensibilidad y reacción frente al horror de la vida de la gente. Hay que asumir, en el pasto de vanidades y desdoblamientos de la tragedia nacional, que el extenso Bolívar tiene que reforzar el coraje y la determinación del último resquicio de autoridad moral que representan la legitima Asamblea Nacional y Juan Guaidó, ante el vendaval de trucos del mismísimo diablo burlándose del llanto popular.

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