jueves, 16 enero 2025
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A guisa de carta a maestros y maestras

El educador es un escultor de personas conmovidas y asombradas: informa, forma más humanidad. Forja humanidades, a partir del conocimiento que comparte y conversa en las escuelas, colegios, liceos y universidades.

A Gustavo y Gabriel, los areperos

Casi siempre los inicios contienen los finales. Comprometerse con hacer lo mejor es abandonar el conformismo y la superficialidad. El compromiso es un hábito complejo: nos despierta e impulsa a aprender a vivir con otros; nos va convirtiendo en personas responsables con los demás; nos expulsa de los ámbitos de la mudez y la mediocridad; nos impide el ejercicio razonado del egoísmo. Dejamos de buscar en los alrededores las causas de lo que vivimos, porque nos damos cuenta que están en nosotros; que sólo nosotros somos las fuentes de las barbaridades que padecemos. Esto es sinceridad, revelación del respeto, erradicación del autoengaño. Es despertar y hablar con tu realidad, sin espejismos y falsos optimismos.

¿Por qué sin compromiso no hay optimismo y esperanza, sino engaño e ignorancia? Un maestro debe ser una persona comprometida con su dignidad. Sin esta condición vital, personal e íntima, es imposible que asuma el delicado oficio de despertar las dignidades de los demás. Educar es despertar dignidades. Un educador debe ser un relámpago, está obligado a serlo. Es un ser que celebra la existencia de la ignorancia, porque sin ella es imposible que su vida tenga sentido alguno. Necesita la oscuridad de las palabras, la tergiversación de los significados, la confusión de las ideas, las crisis epistemológicas, el aburrimiento ante el conocimiento, la muerte de los saberes… Un educador necesita alumnos y alumnas desinteresados por el conocimiento, aburridos por lo importante, amantes de lo fácil, liebres de la prisa. El educador es un escultor de personas conmovidas y asombradas: informa, forma más humanidad. Forja humanidades, a partir del conocimiento que comparte y conversa en las escuelas, colegios, liceos y universidades.  

Con desconfianza y descrédito es imposible que un maestro eduque. Si lo que ve, piensa, siente, dice y confirma sobre y de los alumnos son atributos del pesimismo y el fracaso, resulta sano, necesario, importante y ético que dicho maestro renuncie a su oficio de propiciar personas más humanas, destellos de dignidades. Un maestro agradece la ignorancia y el desinterés de sus alumnos. Les agradece estar con ellos, porque gracias a este encuentro materializa lo que eligió amar haciendo. No se queja, no ejerce el improperio, no descalifica, no maldice la ignorancia, no socializa el desprecio por sus alumnos. Un ser así es un falso maestro, un asesino de posibilidades, un sádico, un mutilador. Y esto lo saben los alumnos. Ellos, los alumnos, reconocen en silencio a estos estafadores del alma y la alegría. Los miran con tristeza, sin asombro; pero no los compadecen, sino que los dejan saturados de preguntas y de penas cínicas. Los olvidan, no los nombran; si acaso, los incluyen en los murmullos.

Es necesario insistir: ningún maestro escoge a sus alumnos, pero, a pesar de esta imposibilidad, debe amarlos, respetarlos, atenderlos, salvarlos y enseñarles a andar. Esto lo agradece la familia, la sociedad. Hasta las nubes. Si odia ser maestro, también odia a sus alumnos. Sabemos que las escuelas están llenas de asesinos silenciosos, disfrazados de maestros. Quien pretenda ser maestro, debe ser maestro de sí mismo: debe llenarse de destellos e ir vaciándose de las discretas oscuridades. Esto es un trabajo diario, porque ser mejor persona nos obliga a mirarnos, repensarnos y negarnos incesantemente.

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