Francisco Arévalo, escritor guayanés, prefiere nunca irse de bruces. Con el desparpajo que lo caracteriza, sentencia que él y sus congéneres “somos un lugar común en el universo. Siempre lo hemos sido: por eso nos vivimos equivocando y hacemos el papel de tontos”. | Foto Andrés Camacaro
La lectura es aliciente para volvernos exigentes y obligarnos a internalizar el entorno más allá de lo que vemos. La realidad se nos impuso, pero toda realidad es transformable.
Existen parámetros que le permiten al lector, fuera de su gusto, saber si un texto es bueno o malo. Consistente o irrelevante. Además de una cuestión de gustos, es cuestión de técnica narrativa.
En Cartas a un joven novelista, Mario Vargas Llosa escudriña las dimensiones de la novela como la posibilidad de rebelarnos contra las circunstancias creando realidades tan desconocidas como fascinantes.
Hay quienes explican esta presencia de protagonistas escritores como resultado de ciertos avatares sociales y económicos ocurridos en el ochocientos. Ya no existe el mecenas que solicita obras por encargo, trabajo que permitía a los creadores la subsistencia económica; ahora deben luchar por ganar la atención de un público masivo y anónimo que compra libros, revistas y periódicos.