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Sin apoyo estatal para sembrar y pescar, waraos buscan sustento en la basura

De un lado de la vía, hay precarias construcciones de madera con lonas de plástico; del otro, una montaña de basura que se pierde de vista. Al fondo, como si no perteneciera allí, el puente Orinoquia, una obra que conecta el estado Bolívar con el sur de Anzoátegui y Monagas, en el oriente y nororiente de Venezuela.

Por José Rivas – 30 Enero 2025

El espacio, en el que abunda la basura, es el vertedero municipal Cañaveral, ubicado a las afueras de Puerto Ordaz, otrora una ciudad de empuje industrial, alternativa no petrolera y fuente de más de 50 mil empleos directos.

Según mediciones realizadas con herramientas de Google Maps, este terreno lleno de desechos ocupa un área de más de 6 mil metros cuadrados. En este vertedero, waraos y no indígenas, sin importar género ni edad, se adentran en la basura para recolectar plástico, cobre, aluminio y hierro, para ofrecerlos a empresas recicladoras. 

Josué, de 19 años, sale de una zona boscosa conduciendo una carrucha en la que lleva un inmenso saco lleno de botellas de plástico. El tamaño del saco es similar a un tanque de agua de mil litros.

Por el tamaño y el peso de los sacos, deben ser cargados entre dos personas 

El joven warao llegó en junio de 2024 a Cañaveral y esperaba regresar a su comunidad, San Francisco de Guayo, en el municipio Antonio Díaz de Delta Amacuro, antes que finalizara el año.

“Allá (San Francisco de Guayo) no hay trabajos como aquí; allá es pura agua y montaña, uno no halla cómo trabajar. Allá todo es limpiar y sembrar ocumo”, declara. “Uno vive en las casas como si estuviera preso”. 

A Cañaveral llegan empresas privadas para recoger material apto para ser reciclado. El kilo de plástico se vende a 3 bolívares ($ 0,06, según la tasa oficial publicada por el Banco Central de Venezuela) y el kilo de aluminio, a 25 bolívares ($ 0,5); mientras que el cobre, lo más escaso y peligroso por estar calificado como material estratégico, se vende a 200 bolívares ($ 4). 

«Ese vertedero es un potencial, solo que no lo saben aprovechar», comenta un trabajador de la empresa privada que diariamente asiste a este lugar para salir cargado de productos reciclables. 

Sin embargo, lo que allí se vive es otra cosa: trabajo precarizado, inseguridad alimentaria, nulo acceso a servicios de calidad y una condena a vivir para siempre en la pobreza. Al punto de que, para los que aquí recolectan, es difícil imaginarse en otras labores. 

Durante una jornada de recolecta y venta de insumos, Josué puede generar hasta 300 bolívares por el plástico vendido. “Lo que hacemos es comprar una harinita y fuera rial. Un refresquito, para medio remojar la garganta, y ya no hay más nada”, cuenta. 

Las condiciones de contaminación no permiten que la alimentación sea adecuada para su cuerpo

Pese a la creencia de que el vertedero tiene un gran potencial y de las mejoras económicas que representa para algunos waraos, la labor es esclavizante, antihigiénica e insegura; dejando en estado de vulnerabilidad a los waraos que allí participan.

Aun cuando para algunos representa un salvavidas económico, la situación allí es grave: los niños que apenas comienzan a caminar ya se adentran en la basura para colaborar con su familia, y la escuela es algo que no está ni en los mejores planes.

Pedro (*), un niño en edad preescolar, se camufla entre los desechos. Sin franela ni sandalias, en medio del sol, escarba la basura, buscando leña para cocinar. La bolsa en la que carga la madera es más grande que él.

Pedro busca restos de madera que sirvan de combustible para hacer fuego y cocinar

      ¿Qué haces acá?

      Trabajando. Vendiendo plástico. 

Dice estudiar en Cambalache, una comunidad ubicada en Puerto Ordaz, cercana a las orillas del río Orinoco, a donde los waraos empezaron a llegar en la década de los noventa, huyendo de la hambruna de los caños.

Sin embargo, Pedro pasa días en el vertedero sin siquiera agarrar un lápiz para aprender a escribir. La precariedad ya es costumbre: “Prefiero estar aquí”. 

Los waraos y sus modos de subsistencia

Los etnia warao es considerada una de las más numerosas y la población más antigua de Venezuela, según algunos antropólogos. Hasta el censo de 2011, realizado por el Instituto Nacional de Estadística, había 49 mil miembros. Representan la segunda comunidad indígena más grande del país.

Años atrás, los caños del Delta medio y bajo fueron un lugar seguro para los waraos. Debido a su ecosistema y geografía, se salvaron “del genocidio epidemiológico, la esclavitud y la guerra que sufrieron otros pueblos vecinos” por parte de invasores europeos, logrando conservar su organización social tradicional hasta comienzos del siglo XX, detalla un informe de Programa Venezolano de Educación-Acción en Derechos Humanos (Provea) publicado en 2020.

Por la extensión de los caños, los distintos ecosistemas y la diversidad de la etnia, las prácticas de subsistencia eran variadas. Se les consideraba una sociedad de recolectores, orientados a la cosecha y no tanto hacia la producción de sus propios recursos.

Los waraos se dedicaban principalmente a la extracción de la palma de moriche y a la pesca, aunque luego fueron ampliando su actividad productiva. 

Con la entrada de 1930, adoptaron la siembra de conucos para el cultivo de ocumo chino, maíz, arroz y yuca y asumieron la actividad de la cacería. A partir de 1950, se incorporan como mano de obra en madereras y procesadoras de palmito.

 Lo poco sembrado de forma rudimentaria alcanza para subsistir

Juan Jaramillo, historiador y conocedor de la cultura warao, declaró que los waraos, cuando permanecieron en el bajo delta, eran grandes cosechadores de ocumo chino, lo que permitió que Delta Amacuro fuera uno de los principales estados productores de este tubérculo, además de arroz. 

“Por la situación del combustible, lo poco que se produce no llega a Tucupita, porque para ellos es más fácil ir a Guyana, donde se lo pagan a mejor precio, que trasladarlo a Tucupita, por el transporte que es muy costoso y la gasolina que no se consigue”, cuenta. 

Estos modos de subsistencia cambiaron con el avance del siglo XX y el primer cuarto del siglo XXI. En 1960, la Corporación Venezolana de Guayana cerró el caño Manamo, un proyecto que pretendía aumentar las capacidades agrícolas para abastecer a la región Guayana. 

De acuerdo con un documento del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC), una de las principales razones de la migración de los caños a los centros poblados fue el deterioro de las condiciones naturales de subsistencia, invasión de las tierras útiles por parte de agricultores y ganaderos y el atractivo creciente de los centros poblados por las oportunidades de encontrar trabajo, recursos alimenticios y sanitarios. 

Al llegar a las comunidades y zonas más pobladas, las principales fuentes de ingreso para los waraos pasaron a ser trabajos informales eventuales, la elaboración y venta de artesanía, la recuperación de basura, el servicio doméstico y la mendicidad.

“Ellos han tenido que adaptarse a la nueva realidad que están viviendo”, cuenta Jaramillo. “Cuando vienen a la ciudad, la subsistencia se les pone difícil, porque el medio del que ellos comían es diferente”.

Las condiciones de los caños han imposibilitado mantener los métodos de subsistencia, detalla el historiador

Explica que, actualmente, los waraos que lograron hacer estudios superiores se desempeñan principalmente como educadores. Los que no tuvieron la misma suerte, trabajan como caleteros en mercados, haciendo oficios de limpieza, como obreros y, en el peor de los casos, como recolectores en vertederos de basura o pidiendo limosna.

“Es común ver en semáforos a mujeres y niños waraos pidiendo”, detalla. En enero de 2025, Radio Fe y Alegría expuso que niños waraos permanecen en las calles de Tucupita sin conocerse la situación de sus padres. Lo que piden va desde dinero hasta comida. 

Otros, aún en condiciones de mayor pobreza, dependen del vertedero municipal de Guasina, en Tucupita. “Ellos tienen que sobrevivir; y como no son profesionales, el vertedero les suministra lo que ellos necesitan para subsistir. Cada vez que voy para allá, me dan ganas de llorar. Cuando llegan los camiones, se pelean con los zamuros para escarbar y ver qué trae el camión”. 

El equipo de prensa de Correo del Caroní intentó acceder al vertedero de Guasina, pero los representantes de la etnia se negaron a recibirlo.

Sin poder expresar su arte

La adversidad del contexto en el que se mueven los waraos no logra ocultar las iniciativas que desarrollan para mantener sus tradiciones y formas de vida. Algunos miembros de esta etnia siguen trabajando la artesanía y la tierra, pero se enfrentan a otros problemas: inexistentes políticas públicas para hacer sostenibles sus modos de subsistencia, caída del consumo y abusos por parte de criollos, quienes se aprovechan de su necesidad.

José Campero muestra parte de su artesanía hecha con bora, una planta acuática común de Delta Amacuro. Palafitos, canoas y sombreros son parte de lo que hace con sus manos y este material.

El material, totalmente natural, le permite expresar un arte que se paga a bajo precio

El hombre llegó de Araguaimujo a la comunidad 23 de Febrero, en Tucupita, hace tres años. Tiene 66 años y, desde los 30, es artesano. Sin embargo, su arte es poco valorado en Tucupita; y los comerciantes, aprovechándose de su necesidad, le ofrecen un monto de dinero inferior al valor real que él considera tienen sus productos artesanales. 

“Una señora comerciante me ofreció por una artesanía 50 bolívares, yo le dije deme 60, uno lo agarra por necesidad. Ella compra a 60 bolívares y cuando uno pasa por allá los está vendiendo a 5 dólares”, cuestiona Campero. “Uno va limpio, el pasaje son 20 bolívares, ya allá en el centro tengo que vender a juro para poder regresar a mi comunidad”. 

La artesanía realizada por Campero guarda estrecha relación con sus formas de vida

Vivir en los caños es quedar aislado y vulnerable

Desde 2014, los waraos empezaron a salir de los caños para llegar a Brasil, Guyana o Trinidad y Tobago. Se estima que solo en Brasil hay más  de 7 mil personas de esta etnia

La escasez de gasolina, carencia de motores para sus embarcaciones y la Emergencia Humanitaria Compleja los han llevado a movilizarse de sus zonas ancestrales a ciudades más pobladas u otras fronteras. 

“Ya los caños no son como antes, no hay gente”, dice Felipe, otro warao dedicado a la siembra en la comunidad 23 de Febrero. Salió de los caños hace dos años, ante la  inseguridad y la carencia de insumos para el trabajo, como semillas, motor y canoa. 

Los caños se convirtieron en un lugar inhóspito para los waraos, donde es complicado mantener sus formas de vida. La escasez de gasolina limitó la movilización y el costo de los motores fuera de borda generó que dependieran únicamente de la fuerza de sus brazos.

El maíz vendido por Felipe alcanza solo para comprar comida

Otra limitante ha sido la inseguridad. Las pocas hectáreas de siembra, cuando estaban por ser cosechadas, eran robadas por delincuentes, generando la pérdida de alimentos, de dinero y tiempo. 

Felipe señala que tener que producir, cuidar la cosecha y movilizar mercancía implica una semana navegando a remo, con el riesgo asociado de perder los productos.

Destaca que desde el gobierno no han desarrollado políticas para que los waraos puedan mantenerse en los caños o dedicarse a la siembra en algunas zonas de Tucupita. “Aquí uno no tiene tierras”, cuenta. Por otro lado, lo poco de semillas de maíz que consigue, lo hace comprando en comercios privados. 

Sin respuesta del Estado

Las nulas políticas públicas para mejorar las condiciones de vida de los waraos han generado que algunos miembros de esta etnia no crean en el Estado venezolano como una institución que genere planes para transformar sus circunstancias.

La señora Judith Ventura se sostiene de un tronco. Vive justo al frente de Cañaveral, junto a sus tres hijas. Pese a la falta de colegios y servicios que dignifiquen su vida, señala que es mejor vivir entre la basura, que regresar a los caños.

Ventura criticó que todas las promesas se hayan quedado en palabras 

Durante la época que vivió en los caños, ella y sus tres hijas se dedicaban la elaboración de chinchorros y a la siembra de ocumo chino y caña; pero navegar sin motores generó que sus manos se deterioraran, al remar por periodos de hasta un semana.

Llegó a Cambalache con la intención de proveerse de ropa y alimentos, pero al igual que en los caños, las carencias la obligaron a cambiar de sitio nuevamente. Desde 2022, por la falta de empleo y la pobreza, se movilizó junto a su familia a Cañaveral.

Para alimentarse, dependen de la basura y lo poco que puedan reunir con la venta de productos reciclables, pero esto no significa que puedan hacer las tres comidas: “Todo es cuando hay”. 

La cara de Ventura muestra desesperanza y decepción, a tal punto que no cree que ninguna exigencia al Estado venezolano se vaya a traducir en una mejora para su forma de vida y la de su familia. 

“Decían: te voy a traer cocina, nevera… pasaron años y nada. Puro hablar nada más. Decían: Ustedes van a tener una casa, va a salir una vivienda. Nunca nos salió la vivienda”, lamenta.

¿Por qué no pueden desarrollar sus modos de subsistencia?

La Encuesta Nacional de Condiciones de Vida de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) documentó -en 2021- que solo 4 de cada 10 personas estaban económicamente activas en Delta Amacuro. Junto a Amazonas, era el estado con menos personas trabajando. 

Esto se tradujo en cifras alarmantes: 80% de las personas en Delta Amacuro vivían en condición de pobreza extrema y 95% vivía en situación de pobreza, según la misma encuesta.

Las pocas oportunidades laborales en el estado parecen tener su razón en algunos proyectos agroindustriales que se quedaron solo en palabras y en otros que se materializaron, pero que lucen insuficientes para solventar la precaria situación de la población.

En 2005, durante el V encuentro de Gabinete Móvil, el mandatario Hugo Chávez se refirió a la instalación de una planta procesadora de ocumo chino, en la que se invertirían 1.430 millones de bolívares. La planta funcionaría en Nabasanuka, donde -para entonces y según fuentes regionales- había 65% de desempleo. 

“Todavía no tenemos definido claramente dónde comprar la planta”, dijo Yelitza Santaella, en aquel momento gobernadora de Delta Amacuro. “Estamos averiguando a nivel de aquí mismo, a nivel artesanal. Ya hemos averiguado aquí algunas experiencias, y estamos averiguando en Brasil (…) Es interesante, presidente: no sólo es la planta sino el acompañamiento que nosotros hemos presentado en este proyecto para mejorar los alojos de los habitantes indígenas que viven en esta zona. Estamos presentándole ya al Conavi cómo construir y mejorar las viviendas de esos sectores”, explicaba.

El ocumo iba a transformarse en harina, atol y hojuelas fritas. “Se pudiera combatir el grado de desnutrición en esta zona”, añadió la mandataria regional. El proyecto nunca se materializó.

En 2010, todavía durante el gobierno de Hugo Chávez, también se anunció que, mediante un acuerdo de cooperación China-Venezuela, se construiría un complejo agroindustrial para el procesamiento de arroz, en la entrada de Tucupita.

La planta generaría importantes puestos de empleos directos e indirectos, pero su producción es ínfima 

El proyecto contemplaba la construcción de 10 silos para el resguardo y procesamiento de 20.000 toneladas de arroz, con una línea de secado, una subestación eléctrica, un laboratorio, una balanza y 27 kilómetros de electrificación

En el papel, la planta procesaría diariamente 70 toneladas de arroz. Tenía que estar produciendo lo proyectado en 2017, pero -según algunos reportes de Radio Fe y Alegría– para 2021 tan solo había procesado 500 hectáreas de este cereal. 

Con respecto al palmito, alimento que se genera de la extracción de la palma de Manaca, en diciembre de 2024, el ministro de Ecosocialismo, Josué Lorca, anunció la reinauguración de “la única planta de palmito” Delta del Orinoco, en Jobure de Curiapo, zona indígena del municipio Antonio Díaz, ubicada a cinco horas vía fluvial de Tucupita. 

“Simboliza el esfuerzo conjunto del Gobierno Nacional, Regional y la empresa privada, que han trabajado incansablemente para restaurar y reconstruir este importante proyecto, generando 80 empleos directos (waraos) e impactando positivamente a más de 700 familias que dependen de la recolección del palmito”, informó Lorca. 

La actual gobernadora de Delta Amacuro, Lizeta Hernández, dijo que más de 20 mil hectáreas estaban disponibles para la producción de palmito, que sale al mercado bajo la marca Palmito Orinoco

Según el canal de televisión estatal, Venezolana de Televisión, la planta estaba en fase de pruebas, en cuanto a siembra, cosecha y procesamiento del palmito para el envasado. Se esperaba el inicio de sus operaciones “próximamente”.

La producción de palmito, sin embargo, no es algo nuevo ni se ha sostenido en los últimos años. En 2016, el entonces ministro de ecosocialismo, Ernesto Paiva, visitó esta misma planta, cuando estaba inoperativa. Se suponía que debía generar en ese entonces 240 empleos directos y 700 indirectos y producir un millón 750 mil kilos de este rubro

Jaramillo explica que anteriormente existían tres plantas de producción y envasado de palmito: una en la comunidad de la Horqueta (Tucupita) y otras dos en Merenija y Jobure (Antonio Díaz), recientemente remodelada. Pero estas cerraron hace más de ocho años por restricciones ambientales.  

Dependiendo del Estado

Minerva Vitti, investigadora y defensora de Derechos Humanos, señaló que los daños ambientales por el cierre del caño Manamo, las políticas de asistencialismo y la Emergencia Humanitaria Compleja han generado impactos a sus medios de subsistencia, que no permiten garantizar su soberanía alimentaria.

Aunque los waraos consideran que el vertedero de Cañaveral es mejor que estar en los caños, las condiciones de pobreza siguen siendo alarmantes

“Yo siempre repito que los pueblos indígenas, en este caso los waraos, no son pobres, sino que los han empobrecido, porque ellos tenían todo para vivir armónicamente en sus territorios, pero la avanzada del extractivismo los ha obligado a salir para sobrevivir”, reiteró Vitti.

Por los daños ambientales, carencia de combustible y falta de insumos, Vitti no ve sostenible que los waraos puedan ejercer la siembra, pesca y la realización de artesanía de forma sostenible. 

“Tienen que haber cambios profundos y estructurales (…) Hay una crisis muy estructural en los caños. Si practicas la artesanía, ¿cómo la sacas de la comunidad sin combustible? Con la pesca, se necesitan insumos y con la siembra de ocumo chino habría que ver el impacto ambiental”, comenta.

De acuerdo con Vitti, la atención a las comunidades por parte del Estado para mantener sus métodos de subsistencia es a través de jornadas puntuales e irregulares, cuando debe haber un plan para que las comunidades puedan comer, tener acceso a la salud y educarse, lejos de dádivas y las ayudas que no les permiten independizarse económicamente.

El abandono estatal los mantiene entre viviendo entre la basura y la contaminación

“La autodeterminación de los pueblos no conviene; conviene más bien tener a la gente dependiendo de una bolsa, de un bono (…) La perspectiva, de lo que uno observa, es que no hay una voluntad política para que estas prácticas de subsistencia sean sostenibles. Se quiere a la gente dependiente y, obviamente, esto desestructura. Hace que las personas no se puedan pronunciar en contra; si reclaman, les quitan el beneficio de la bolsa de alimentos o el bono, si es lo único que les llega. Es una estrategia de control social”, finaliza.

(*) Los nombres de los entrevistados fueron cambiados para resguardar la identidad de las personas.

Este equipo periodístico contactó vía telefónica a la presidenta del Instituto Regional de Atención al Indígena en Delta Amacuro, Fátima Salazar, para conocer su posición sobre la situación de los waraos y sus métodos de subsistencia, pero no hubo respuesta. También se intentó conversar con representantes de la comunidad indigena de la Riviera, en Puerto Ordaz, pero no quisieron hacer comentarios.

Créditos

Coordinación Editorial
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Mentoría:
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Edición
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