La cúpula militar, ni en el peor momento de esta pesadilla, ha sabido lo que es el hambre, pero los que están más abajo en la cadena de mando si sufren en carne propia lo que significa no poder darle de comer a su familia.
A Pedro le importa un carajo que Julio -su hermano mayor- viva en la indigencia. A Julio lo vimos flaco y demacrado como cualquier venezolano después de veinte años de socialismo, mientras que Pedro se ve más obeso que corpulento.
Mientras escribo estoy tratando de entresacar una sola virtud de estos zurdos individuos, pero es un esfuerzo inútil. Sus repugnantes atrocidades y su desmedida crueldad son tan descomunales, que impiden apreciar algún atisbo de bondad.
Es menester recordar que en estas mafias revolucionarias reina la ley del silencio -su omertá, con sus pactos y códigos- que es inquebrantable para mantenerse en o cerca de la cúpula. Dígalo ahí, Mario Isea. Así lo afirma nuestra columnista Diana Gámez
La banda está armada hasta los dientes y, además, cuenta con la complicidad de ese cuerpo castrense, que se llena de orgullo cuando se autodenomina castrista, y que en un trance “patria o muerte” grita su disposición a inmolarse por su comandante en jefe.
De tal suerte, que su generación y la mía -con muchas más razones- vive con un pie afincado en el libro de papel, con su carátula que anuncia y seduce, con esas páginas que podemos oler y acariciar amorosamente, mientras sólo tenemos ojos para esos textos que nos hacen amar u odiar.